La primera vez que lo vi, casi lo piso; volvía cansada del trabajo. Si
hubiera sido una moneda color cobre, no me agacho. Pero aunque ya no lo
quiero como antes, claro está, después de tantos años, lo cierto es que
agaché mis cuarenta y nueve para cogerlo, para dárselo cuando llegara a
casa. Quizás viniera menos cansada de lo que creía; tal vez, todavía lo
quería más de lo que pensaba.
Se lo puse sobre la mesa sin mediar palabra, con certeza de que
miraba, con la rutina que invade el mínimo gesto, cuando se convive
desde hace mucho con un hombre bien conocido.
¿ Qué tal?;
bien. ¿ Los niños? Acabo de llevarlos. Como viera que tras una visita al
baño volvía a coger las llaves, ¿ te vas? Sí, a recoger un encargo a la
librería; me mandaron un mensaje. Vuelvo enseguida.
Cuando abría para salir me giré y le pregunté( no sabría decir si
en ese orden) ¿no lo guardas? Como ése tengo un montón, además, dijo a
la vez que lo manoseaba, éste ya no sirve.
Ya desde mis
ciento sesenta y nueve centímetros de altura se apreciaba la concienzuda
labor realizada por el tiempo y el óxido; no sé por qué me tiré a por
él.
Y es que llevo muchos paseos en los que el hombre interrumpe el
paso y su posición erguida para lanzarse con incomprensible entusiasmo(
al menos para mí) a recoger del suelo callejero cualquier tornillo.
El impetuoso y súbito interés descrito sólo lo habrá visto quien
acostumbre de compañía infantil y haya sido testigo del discurrir de una
fila escolar de niños de tres o cuatro años al pasar por los aledaños
de un jardín recién invadido por la primavera, cuando alguna infeliz y
desinformada cochinita recién descubre, a la vez que se enrosca
precipitadamente, que las nueve de la mañana y las dos de la tarde no
son horas propicias para el paseo.